miércoles, 17 de julio de 2019

Huellas de guerra



Han pasado 80 años desde que finalizó la Guerra Civil española, pero todavía quedan huellas. Son viejas cicatrices que recorren la tierra, que quiebran los muros, que desgarran los cuerpos y, de forma invisible, las almas de las personas que vivieron bajo su sombra. Es hora de enfrentarnos a nuestro pasado; las heridas no se curan en la oscuridad, hay que exponerlas a la vista y el juicio de las nuevas generaciones.
Cinco días después de la sublevación militar, los milicianos llegaron a Hita y tomaron el control para impedir su propagación. A los pocos días de su llegada, se produjo la primera victima de la guerra en el Pueblo. El veterinario apareció muerto en la cuneta de la carretera, cerca del Ventorro. Los milicianos le habían dado “el paseo”. De aquel crimen queda huella: una cruz de piedra, escondida entre la maleza, que se conserva en el lugar del asesinato y donde se puede leer la siguiente inscripción: “Don Cristino Gómez Martín, veterinario. Caído por Dios y por España. 6 de agosto de 1936 ¡Presente!”
En marzo de 1937, Hita fue uno de los escenarios de la batalla de Guadalajara. El frente avanzó hasta las cercanías del Pueblo y se produjeron abundantes bombardeos artilleros. Los obuses fueron cayendo sobre las casas y, también, sobre sus habitantes. Corrió la sangre inocente por las calles empedradas. Tras la batalla, los vecinos, presos del miedo y el dolor, contemplaron las ruinas. Hasta que fueron evacuados, en noviembre de 1937, tuvieron que vivir a las puertas de la primera línea del frente. Cuando oían el silbido de los obuses se refugiaban en las bodegas; cuevas excavadas en la ladera del cerro, bajo sus casas. Eran el lugar más seguro para seguir con vida. Permanecían en su interior acompañados por la débil luz del candil, temblando, rezando, ansiosos de que cesara el fuego artillero y se hiciera de nuevo el silencio.




Como huella de los bombardeos, quedan las ruinas de la iglesia de San Pedro. Un arco de ladrillo solitario se apoya en los muros desnudos del templo. Cayeron sus tres hermanos y la hermosa cúpula que sustentaban. Muros abiertos al viento, agujereados, descarnados, colonizados por humildes arbustos. Junto a los muros, crecen las higueras hundiendo sus raíces entre los sillares calizos de la desaparecida torre. El bronce de sus campanas y del órgano fue transformado en nuevo material bélico.
Al término de la batalla de Guadalajara, la cima del cerro de Hita se convirtió en un observatorio de las líneas enemigas. Soldados de la 12 División republicana excavaron trincheras y aprovecharon los antiguos muros del castillo como defensa. Desde esta posición, se dominaba todo el frente en el sector de Hita. Una linea imaginaria que se extendía por los altos de Copernal, al Norte, pasando por el monte de Las Tajadas y los cerros de Padilla, hasta alcanzar el cerro de La Tala de Valdearenas, situado al Este. El 25 de octubre de 1937, Cipriano Mera, albañil anarquista que alcanzó el grado de teniente coronel, y Valentín González, más conocido como “El Campesino”, visitaron el lugar. Eran dos altos mandos del ejercito republicano que habían tenido un papel destacado en la derrota de las tropas fascistas italianas enviadas por Mussolini a Guadalajara.
Cuentan los más viejos que la cima de La Tala fue el lugar elegido por las tropas “nacionales” para disparar sus obuses sobre el Pueblo. Afirmaban, también, que la torre campanario de la iglesia de San Juan era el punto de referencia utilizado por sus artilleros. En la cima de La Tala siguen apareciendo balas y cargadores, latas de conserva oxidadas, hebillas de cinturones militares…
En los campos de cereal y olivar, se esconden obuses y granadas de mortero que no llegaron a explotar. En las cunetas de la carretera, cajas llenas de dinamita. La huella más peligrosa de aquella guerra: escorpiones metálicos que conservan su veneno mortal bajo la tierra.