Fue en el verano de 1984 cuando Beatriz Lagos pudo ver, por primera vez, el cerro de Hita. La narración de aquella experiencia aparecerá, muchos años después, en su libro “Kasida. Memorias de una argentina” (Estados Unidos, 2004). Beatriz acudió, junto a otros profesores de literatura, a un festival de teatro medieval que clausuraba el Congreso Internacional de la Juglaresca, dirigido por el profesor Manuel Criado de Val.
La visión de
un cerro de aspecto volcánico, en cuya ladera se acomoda el pueblo, la
sorprende. Sube la cuesta empedrada; atraviesa la vieja muralla por un arco
ojival y encuentra una plaza engalanada donde suena música de dulzainas. En
esta atmosfera, medieval y festiva, pasean los visitantes mezclados con los lugareños y las botargas corren de un lado para otro haciendo sonar sus cencerros. Al caer la noche, aparecen en el escenario de la plaza un juglar y una
juglaresa. Cantan y bailan junto a una picota de cartón-piedra. Los juglares andaban de pueblo en pueblo divirtiendo a las gentes del lugar con sus
cantigas y romances; una vida nómada, azarosa.
Cuando cesa
la música, desaparece el público y se apagan las luces de la plaza, se hace
el silencio. Beatriz se marcha a descansar a la casa de su amiga Julie Sopetrán, una finca cercana junto a las ruinas de un monasterio benedictino. Finalizado
el congreso, es hora de volver a la vida cotidiana en la lejana California. En
su memoria quedará el Cerro, las imágenes del pueblo alcarreño que acaba de
conocer, el lugar donde habitó el Arcipreste.
Cinco años
después, en 1989, decide regresar. Desea comenzar una nueva vida. Deja su
trabajo de profesora de lengua en el Departamento de Defensa de los Estados
Unidos y recorre los más de 9.000 kilómetros que separan la ciudad de Monterrey
de la pequeña aldea con la que sueña. Antes del viaje, ha encargado a su amiga
Julie la compra de una humilde casa de adobe, escondida en un callejón junto a
las ruinas de la iglesia de San Pedro, en el barrio alto de Hita.
Transcurridos
unos meses de su llegada, comenzó a ser conocida como “La Inglesa”. Aunque daba
clases de inglés, Beatriz era argentina; había nacido en Casilda, una pequeña
ciudad a 300 kilómetros de Buenos Aires. Vivió su juventud bajo la dictadura de
Perón y Evita; emigró, como otros muchos argentinos, a Estados Unidos; recorrió
toda América del Norte con su familia nómada; vivió en Miami Beach, en la isla
Vancouver de Canadá y también en Petaluma, una pequeña ciudad de California. A
sus 57 años, cuando decidió vivir en el Cerro, había recorrido ya un largo
camino.
Los
lugareños sienten curiosidad por su nueva vecina. Les extraña que haya venido
desde tan lejos a vivir sola en este pequeño pueblo. Para buscar respuestas y conocer
un poco mejor a “La Inglesa”, un aprendiz de reportero decide entrevistarla.
Será un encuentro con Beatriz Lagos en otra dimensión del tiempo y del espacio.
Una mañana
de invierno, soleada y fría, el reportero acude a su casa en el barrio de San
Pedro. De la chimenea brota una columna de humo blanco que el viento disuelve
con rapidez. Golpea la puerta de madera y Beatriz le recibe con una generosa
sonrisa. En un primer
golpe de vista, le llama la atención su brillante mirada y su cabello dorado.
Entran en un pequeño recibidor. A la izquierda se encuentra la cocina donde
arde la lumbre. Pasan a la sala que está justo enfrente de la entrada. Beatriz
le invita a sentarse junto a una mesa camilla; bajo las faldas, se nota el calor
de un brasero eléctrico. La anfitriona, sin perder su sonrisa natural y
optimista, se acerca hasta la cocina a por unas tazas de café.
Él,
mientras, observa la sala iluminada por una única ventana orientada al Sur. Por
ella se divisa un amplio valle limitado, en la lejanía, por el borde de la
meseta alcarreña. Aquella visión crea una ilusión óptica en el observador: la
sala parece estar suspendida en el aire, flotando a gran altura sobre la
campiña del Badiel. De las paredes cuelgan diplomas académicos, fotos
familiares y el dibujo de un gaucho. Este personaje de la Pampa es uno de los
vínculos emocionales con su patria. Otro objeto evocador, un cuenco oscuro
de madera de palo santo depositado sobre un pequeño aparador, es el
recipiente utilizado en los países del Cono Sur para tomar la infusión amarga
de la yerba mate.
El invitado
toma un sorbo de café y comienza la entrevista. Beatriz responderá a sus
preguntas inspirándose en las palabras que ha dejado escritas en su libro de
memorias.
El reportero comienza preguntando: - ¿Qué te impulsó a vivir en el Cerro?
Ella le responde
que es un lugar lindo, lleno de magia, que la gustó desde el primer momento que
lo vio. En esta casa, disfruta del paisaje y de la tranquilidad que buscaba. Beatriz
le confiesa que recitaba poesía desde muy niña. Muchos años después, comenzó a
escribir poemas en inglés, pero no encontraba tiempo suficiente para dedicarse
a su gran afición. La búsqueda de ese tiempo es una de las razones que la
impulsan a vivir aquí.
A la cuestión: - ¿El Cerro te inspira?
Beatriz contesta
que para ella es un lugar encantador. Afirma que puede hacer vibrar el alma de
cualquier artista, de cualquier poeta. La luz que impregna el valle, cuando se
acerca el crepúsculo, la parece irreal, la transporta a un mundo espiritual. Beatriz
goza dando forma a sus poemas. En su refugio, al que ha bautizado como la “Casa
de los Poetas”, escribe el libro “Pastor de Silencios” (Madrid, 1993) dedicado
a Hita.
Durante su
estancia en esta tierra tan vinculada a la literatura, organiza también, junto
a su amiga Julie, un encuentro de poetas de carácter anual, que cuenta con el apoyo
del Ayuntamiento y de la Asociación Cultural. Invitará a muchos poetas a leer
sus creaciones en las ruinas de la iglesia de San Pedro; poetas de la talla de
Gloria Fuertes o Justo Jorge Padrón y otros muchos de menor fama, pero no menos
diestros en el arte de la palabra.
Cuando su invitado la pregunta: - ¿Qué significa para ti este encuentro?
Ella responde con palabras que dejó escritas en la revista “La Troje”:
- “Este encuentro es el de poetas y pueblo. El éxito ha sido humano. Se han escuchado, han compartido emoción y sabiduría […]. El pueblo solo puede pagar la palabra con su silencio emocionado, con su sentir profundo. Y esto ha sucedido en Hita.”
Otro ilustre
poeta había visitado la villa una década antes del comienzo de los encuentros.
Nacido en el Puerto de Santa María, y según nos cuenta su amigo Benjamín Prado,
amante de los viajes literarios y de recitar los versos del Arcipreste, Rafael
Alberti, recién llegado del exilio, acudió al festival de Hita. Paseó por sus
cuestas empedradas y tortuosas. Subió hasta las ruinas de San Pedro y observó
el paisaje. A sus pies, la campiña ondulada se perdía en el horizonte. Quizás
ante este paisaje infinito, el poeta gaditano evocara su querido mar. Una
experiencia similar a la de Julie Sopetrán, poeta de la Alcarria y la Campiña, que
escuchó, en otoño, un rumor de olas a los pies de esta isla de arcilla y roca
caliza.
Beatriz hizo
amistad con Rafael en la isla griega de Corfú. Habían acudido a un congreso mundial
de poetas. En aquel lugar mágico, compartieron sus versos y conversaron plácidamente,
sentados en el paseo de una hermosa playa de arenas blancas bañadas por el mar
Jónico. Beatriz recordaba a Rafael Alberti feliz, vestido de marinero y rodeado
de admiradoras, como un pavo real mostrando sus plumas multicolor.
La
entrevistada deja de hablar, se levanta de la mesa camilla y busca entre sus
papeles. Regresa mostrando con orgullo a su invitado un dibujo trazado sobre un
programa de mano. Alberti se lo dibujó y dedicó en aquella isla griega de tan
gratos recuerdos y ella lo guardaba como oro en paño. La faceta de dibujante del
poeta gaditano fue su primera vocación. En innumerables ocasiones pintó su
famosa paloma con rotuladores de colores y atractivas líneas onduladas como olas.
Pero a Beatriz la pintó una doncella de largos cabellos y amplia túnica. El
entrevistador no la pregunta por el significado de aquella figura. Piensa,
después, que podría representar a una musa de la mitología clásica. Quizás la
diosa Calíope, musa de la poesía poética. ¡Quién sabe!
Beatriz, antes de despedir a su invitado, le recita los últimos versos del último poema de su libro “Pastor de Silencios”:
“Quizás desprendidas de un árbol,
Un día aleteen
Cenizas de mi alma …”
Tras una
década viviendo en el Cerro, se marchó triste y cansada cuando la enfermedad le
robó su vitalidad y alegría. Regresó a California, pero dejó una huella
profunda: sus poemas, sus novelas y el recuerdo de muchos momentos felices
vividos junto a sus amigos y vecinos.
La Casa de
los Poetas se extiende más allá de sus muros de adobe, más allá de las ruinas
de San Pedro; ocupa todo el Cerro y, también, la tierra que lo rodea, sembrada
de olivares y trigales, cubierta de tomillos y espliegos, pastada por ovejas
desde la antigüedad… Es la tierra de Juan Ruiz.