jueves, 4 de marzo de 2021

La casa de "Los Juanmanueles"

 


En una casa solariega del barrio de San Pedro, con sus cuatro balcones abiertos a mediodía y su portón de recia madera, nació en 1862 un hiteño ilustre: Juan Manuel Priego Jaramillo. Sus principales méritos y trayectoria profesional se pueden consultar en una biografía elaborada por Carlos Barciela para la Real Academia de la Historia. Don Juan Manuel abandonó muy joven su casa natal. Estudió la carrera de ingeniero agrónomo y pasó sus primeros años de profesión en las Islas Filipinas. Después, ya en España, se convirtió en profesor y llegó a ocupar una plaza de catedrático en la Escuela de Ingenieros Agrónomos de Madrid.

Entre 1899 y 1934, escribió y publicó una gran variedad de artículos y libros referentes a la ciencia de la arboricultura y la jardinería. De sus libros, podemos destacar los dedicados al cultivo del tabaco y, sobre todo, los que tratan de las variedades del olivo, un árbol muy apreciado en estas tierras por aquellos tiempos. Como experto mundial en la materia, participó en cinco congresos internacionales de olivicultura. Seguramente, durante todos estos años, don Juan Manuel siguió visitando su casa natal y a su familia aprovechando los días de descanso estival. En la planta alta, disponía de un despacho con biblioteca donde podía trabajar.

Durante la última etapa de su carrera, desempeñó el cargo de inspector jefe del Cuerpo de Ingenieros del Ministerio de Agricultura. Participó en numerosos actos por toda España y supervisó también las actividades de la llamada Cátedra Agrícola Ambulante, un ciclo de conferencias organizadas por el Ministerio para transmitir conocimientos prácticos a los agricultores. En el Centro de Estudios de la Universidad de Castilla-La Mancha, se conserva un ejemplar del diario “La Voz de Cuenca” donde se informa de una de estas charlas impartida en el teatro de aquella ciudad en 1928. Don Juan Manuel pronunció un discurso que comenzaba con estas palabras recogidas por el redactor del periódico:

“El inspector Sr. Priego Jaramillo […] pone de manifiesto las excelentes ventajas del árbol, que nos da sombra en verano, calor en invierno, y sus maderas sirven lo mismo para fabricar la cayada del pastor que para confeccionar el trono de los reyes …”

Don Juan Manuel falleció en Madrid en el año 1940. En el pueblo, la conocida popularmente como casa de “Los Juanmanueles” siguió habitada por sus familiares durante cuatro décadas más. En 1973, el Ministerio de Educación expropió una parte del edificio con el fin de reconvertirlo en centro de estudios sobre el libro del Arcipreste. El proyecto, gestado por Manuel Criado de Val, no llegó a realizarse y la casa acabó abandonada y amenazando ruina. A mediados de los años 90, la Diputación de Guadalajara costeó su reconstrucción. Hoy, en el antiguo solar de la casa de “Los Juanmanueles” se levanta la Casa-Museo del Arcipreste.


martes, 26 de mayo de 2020

La Casa de los Poetas




Fue en el verano de 1984 cuando Beatriz Lagos pudo ver, por primera vez, el cerro de Hita. La narración de aquella experiencia aparecerá, muchos años después, en su libro “Kasida. Memorias de una argentina” (Estados Unidos, 2004). Beatriz acudió, junto a otros profesores de literatura, a un festival de teatro medieval que clausuraba el Congreso Internacional de la Juglaresca, dirigido por el profesor Manuel Criado de Val.

La visión de un cerro de aspecto volcánico, en cuya ladera se acomoda el pueblo, la sorprende. Sube la cuesta empedrada; atraviesa la vieja muralla por un arco ojival y encuentra una plaza engalanada donde suena música de dulzainas. En esta atmosfera, medieval y festiva, pasean los visitantes mezclados con los lugareños y las botargas corren de un lado para otro haciendo sonar sus cencerros. Al caer la noche, aparecen en el escenario de la plaza un juglar y una juglaresa. Cantan y bailan junto a una picota de cartón-piedra. Los juglares andaban de pueblo en pueblo divirtiendo a las gentes del lugar con sus cantigas y romances; una vida nómada, azarosa.

Cuando cesa la música, desaparece el público y se apagan las luces de la plaza, se hace el silencio. Beatriz se marcha a descansar a la casa de su amiga Julie Sopetrán, una finca cercana junto a las ruinas de un monasterio benedictino. Finalizado el congreso, es hora de volver a la vida cotidiana en la lejana California. En su memoria quedará el Cerro, las imágenes del pueblo alcarreño que acaba de conocer, el lugar donde habitó el Arcipreste.

Cinco años después, en 1989, decide regresar. Desea comenzar una nueva vida. Deja su trabajo de profesora de lengua en el Departamento de Defensa de los Estados Unidos y recorre los más de 9.000 kilómetros que separan la ciudad de Monterrey de la pequeña aldea con la que sueña. Antes del viaje, ha encargado a su amiga Julie la compra de una humilde casa de adobe, escondida en un callejón junto a las ruinas de la iglesia de San Pedro, en el barrio alto de Hita.

Transcurridos unos meses de su llegada, comenzó a ser conocida como “La Inglesa”. Aunque daba clases de inglés, Beatriz era argentina; había nacido en Casilda, una pequeña ciudad a 300 kilómetros de Buenos Aires. Vivió su juventud bajo la dictadura de Perón y Evita; emigró, como otros muchos argentinos, a Estados Unidos; recorrió toda América del Norte con su familia nómada; vivió en Miami Beach, en la isla Vancouver de Canadá y también en Petaluma, una pequeña ciudad de California. A sus 57 años, cuando decidió vivir en el Cerro, había recorrido ya un largo camino.

Los lugareños sienten curiosidad por su nueva vecina. Les extraña que haya venido desde tan lejos a vivir sola en este pequeño pueblo. Para buscar respuestas y conocer un poco mejor a “La Inglesa”, un aprendiz de reportero decide entrevistarla. Será un encuentro con Beatriz Lagos en otra dimensión del tiempo y del espacio.

Una mañana de invierno, soleada y fría, el reportero acude a su casa en el barrio de San Pedro. De la chimenea brota una columna de humo blanco que el viento disuelve con rapidez. Golpea la puerta de madera y Beatriz le recibe con una generosa sonrisa. En un primer golpe de vista, le llama la atención su brillante mirada y su cabello dorado. Entran en un pequeño recibidor. A la izquierda se encuentra la cocina donde arde la lumbre. Pasan a la sala que está justo enfrente de la entrada. Beatriz le invita a sentarse junto a una mesa camilla; bajo las faldas, se nota el calor de un brasero eléctrico. La anfitriona, sin perder su sonrisa natural y optimista, se acerca hasta la cocina a por unas tazas de café.

Él, mientras, observa la sala iluminada por una única ventana orientada al Sur. Por ella se divisa un amplio valle limitado, en la lejanía, por el borde de la meseta alcarreña. Aquella visión crea una ilusión óptica en el observador: la sala parece estar suspendida en el aire, flotando a gran altura sobre la campiña del Badiel. De las paredes cuelgan diplomas académicos, fotos familiares y el dibujo de un gaucho. Este personaje de la Pampa es uno de los vínculos emocionales con su patria. Otro objeto evocador, un cuenco oscuro de madera de palo santo depositado sobre un pequeño aparador, es el recipiente utilizado en los países del Cono Sur para tomar la infusión amarga de la yerba mate.


El invitado toma un sorbo de café y comienza la entrevista. Beatriz responderá a sus preguntas inspirándose en las palabras que ha dejado escritas en su libro de memorias.


El reportero comienza preguntando: - ¿Qué te impulsó a vivir en el Cerro?


Ella le responde que es un lugar lindo, lleno de magia, que la gustó desde el primer momento que lo vio. En esta casa, disfruta del paisaje y de la tranquilidad que buscaba. Beatriz le confiesa que recitaba poesía desde muy niña. Muchos años después, comenzó a escribir poemas en inglés, pero no encontraba tiempo suficiente para dedicarse a su gran afición. La búsqueda de ese tiempo es una de las razones que la impulsan a vivir aquí.


A la cuestión: - ¿El Cerro te inspira?


Beatriz contesta que para ella es un lugar encantador. Afirma que puede hacer vibrar el alma de cualquier artista, de cualquier poeta. La luz que impregna el valle, cuando se acerca el crepúsculo, la parece irreal, la transporta a un mundo espiritual. Beatriz goza dando forma a sus poemas. En su refugio, al que ha bautizado como la “Casa de los Poetas”, escribe el libro “Pastor de Silencios” (Madrid, 1993) dedicado a Hita.

Durante su estancia en esta tierra tan vinculada a la literatura, organiza también, junto a su amiga Julie, un encuentro de poetas de carácter anual, que cuenta con el apoyo del Ayuntamiento y de la Asociación Cultural. Invitará a muchos poetas a leer sus creaciones en las ruinas de la iglesia de San Pedro; poetas de la talla de Gloria Fuertes o Justo Jorge Padrón y otros muchos de menor fama, pero no menos diestros en el arte de la palabra.


Cuando su invitado la pregunta: - ¿Qué significa para ti este encuentro?


Ella responde con palabras que dejó escritas en la revista “La Troje”:


 - “Este encuentro es el de poetas y pueblo. El éxito ha sido humano. Se han escuchado, han compartido emoción y sabiduría […]. El pueblo solo puede pagar la palabra con su silencio emocionado, con su sentir profundo. Y esto ha sucedido en Hita.” 


Otro ilustre poeta había visitado la villa una década antes del comienzo de los encuentros. Nacido en el Puerto de Santa María, y según nos cuenta su amigo Benjamín Prado, amante de los viajes literarios y de recitar los versos del Arcipreste, Rafael Alberti, recién llegado del exilio, acudió al festival de Hita. Paseó por sus cuestas empedradas y tortuosas. Subió hasta las ruinas de San Pedro y observó el paisaje. A sus pies, la campiña ondulada se perdía en el horizonte. Quizás ante este paisaje infinito, el poeta gaditano evocara su querido mar. Una experiencia similar a la de Julie Sopetrán, poeta de la Alcarria y la Campiña, que escuchó, en otoño, un rumor de olas a los pies de esta isla de arcilla y roca caliza.

Beatriz hizo amistad con Rafael en la isla griega de Corfú. Habían acudido a un congreso mundial de poetas. En aquel lugar mágico, compartieron sus versos y conversaron plácidamente, sentados en el paseo de una hermosa playa de arenas blancas bañadas por el mar Jónico. Beatriz recordaba a Rafael Alberti feliz, vestido de marinero y rodeado de admiradoras, como un pavo real mostrando sus plumas multicolor.

La entrevistada deja de hablar, se levanta de la mesa camilla y busca entre sus papeles. Regresa mostrando con orgullo a su invitado un dibujo trazado sobre un programa de mano. Alberti se lo dibujó y dedicó en aquella isla griega de tan gratos recuerdos y ella lo guardaba como oro en paño. La faceta de dibujante del poeta gaditano fue su primera vocación. En innumerables ocasiones pintó su famosa paloma con rotuladores de colores y atractivas líneas onduladas como olas. Pero a Beatriz la pintó una doncella de largos cabellos y amplia túnica. El entrevistador no la pregunta por el significado de aquella figura. Piensa, después, que podría representar a una musa de la mitología clásica. Quizás la diosa Calíope, musa de la poesía poética. ¡Quién sabe!


Beatriz, antes de despedir a su invitado, le recita los últimos versos del último poema de su libro “Pastor de Silencios”:


“Quizás desprendidas de un árbol,

Un día aleteen

Cenizas de mi alma …”


Tras una década viviendo en el Cerro, se marchó triste y cansada cuando la enfermedad le robó su vitalidad y alegría. Regresó a California, pero dejó una huella profunda: sus poemas, sus novelas y el recuerdo de muchos momentos felices vividos junto a sus amigos y vecinos.

La Casa de los Poetas se extiende más allá de sus muros de adobe, más allá de las ruinas de San Pedro; ocupa todo el Cerro y, también, la tierra que lo rodea, sembrada de olivares y trigales, cubierta de tomillos y espliegos, pastada por ovejas desde la antigüedad… Es la tierra de Juan Ruiz.



miércoles, 17 de julio de 2019

Huellas de guerra



Han pasado 80 años desde que finalizó la Guerra Civil española, pero todavía quedan huellas. Son viejas cicatrices que recorren la tierra, que quiebran los muros, que desgarran los cuerpos y, de forma invisible, las almas de las personas que vivieron bajo su sombra. Es hora de enfrentarnos a nuestro pasado; las heridas no se curan en la oscuridad, hay que exponerlas a la vista y el juicio de las nuevas generaciones.
Cinco días después de la sublevación militar, los milicianos llegaron a Hita y tomaron el control para impedir su propagación. A los pocos días de su llegada, se produjo la primera victima de la guerra en el Pueblo. El veterinario apareció muerto en la cuneta de la carretera, cerca del Ventorro. Los milicianos le habían dado “el paseo”. De aquel crimen queda huella: una cruz de piedra, escondida entre la maleza, que se conserva en el lugar del asesinato y donde se puede leer la siguiente inscripción: “Don Cristino Gómez Martín, veterinario. Caído por Dios y por España. 6 de agosto de 1936 ¡Presente!”
En marzo de 1937, Hita fue uno de los escenarios de la batalla de Guadalajara. El frente avanzó hasta las cercanías del Pueblo y se produjeron abundantes bombardeos artilleros. Los obuses fueron cayendo sobre las casas y, también, sobre sus habitantes. Corrió la sangre inocente por las calles empedradas. Tras la batalla, los vecinos, presos del miedo y el dolor, contemplaron las ruinas. Hasta que fueron evacuados, en noviembre de 1937, tuvieron que vivir a las puertas de la primera línea del frente. Cuando oían el silbido de los obuses se refugiaban en las bodegas; cuevas excavadas en la ladera del cerro, bajo sus casas. Eran el lugar más seguro para seguir con vida. Permanecían en su interior acompañados por la débil luz del candil, temblando, rezando, ansiosos de que cesara el fuego artillero y se hiciera de nuevo el silencio.




Como huella de los bombardeos, quedan las ruinas de la iglesia de San Pedro. Un arco de ladrillo solitario se apoya en los muros desnudos del templo. Cayeron sus tres hermanos y la hermosa cúpula que sustentaban. Muros abiertos al viento, agujereados, descarnados, colonizados por humildes arbustos. Junto a los muros, crecen las higueras hundiendo sus raíces entre los sillares calizos de la desaparecida torre. El bronce de sus campanas y del órgano fue transformado en nuevo material bélico.
Al término de la batalla de Guadalajara, la cima del cerro de Hita se convirtió en un observatorio de las líneas enemigas. Soldados de la 12 División republicana excavaron trincheras y aprovecharon los antiguos muros del castillo como defensa. Desde esta posición, se dominaba todo el frente en el sector de Hita. Una linea imaginaria que se extendía por los altos de Copernal, al Norte, pasando por el monte de Las Tajadas y los cerros de Padilla, hasta alcanzar el cerro de La Tala de Valdearenas, situado al Este. El 25 de octubre de 1937, Cipriano Mera, albañil anarquista que alcanzó el grado de teniente coronel, y Valentín González, más conocido como “El Campesino”, visitaron el lugar. Eran dos altos mandos del ejercito republicano que habían tenido un papel destacado en la derrota de las tropas fascistas italianas enviadas por Mussolini a Guadalajara.
Cuentan los más viejos que la cima de La Tala fue el lugar elegido por las tropas “nacionales” para disparar sus obuses sobre el Pueblo. Afirmaban, también, que la torre campanario de la iglesia de San Juan era el punto de referencia utilizado por sus artilleros. En la cima de La Tala siguen apareciendo balas y cargadores, latas de conserva oxidadas, hebillas de cinturones militares…
En los campos de cereal y olivar, se esconden obuses y granadas de mortero que no llegaron a explotar. En las cunetas de la carretera, cajas llenas de dinamita. La huella más peligrosa de aquella guerra: escorpiones metálicos que conservan su veneno mortal bajo la tierra.

lunes, 14 de enero de 2019

Manu en La Alcarria



Una mañana de verano de 1993, los jóvenes reporteros de La Troje ponemos rumbo al Tejar de la Mata, el refugio de Manu Leguineche en La Alcarria. Unos meses antes, el periodista vasco había acudido, como espectador, a un encuentro de poesía celebrado en Hita. Al término del recital, Gerardo, miembro del equipo de redacción de La Troje, le propuso una entrevista.

Esa mañana, Manu nos espera en su casa de piedra levantada junto a la carretera que sube zigzagueando desde Cañizar hasta Torija. Su refugio está escondido entre robles y encinas, como un nido de águila desde el que se atalaya la campiña. Cuando llegamos, nos recibe con amabilidad y una tímida sonrisa. Sus primeras palabras son para mostrarnos la felicidad que siente por haber encontrado este lugar. La casa no dispone de agua corriente ni de luz eléctrica, pero, para él, estos inconvenientes no tienen demasiada importancia.

En ese momento, Leguineche es ya un reportero veterano, testigo de los principales conflictos bélicos, desde la guerra de Vietnam hasta las guerras de los Balcanes. Su vocación le ha conducido a los cinco continentes. Ha dado varias vueltas a la Tierra; ha atravesado desiertos, montañas, océanos…

Después de hacernos un par de fotos, pasamos al salón. Es un espacio amplio con chimenea; en el centro aparece una gran mesa donde se apilan cientos de libros. Tomamos asiento y Gerardo pregunta: - “¿Qué hace un chico como tú en un lugar como este?”

- “Pues es donde quiero estar – responde Manu –. Hubo tiempos en los que pensé quedarme en América o en Asia. Siempre pensaba que tenía que buscarme un sitio en la selva, en el campo, en el monte y finalmente pude. Vi un anuncio en el periódico y era esta casa. No imaginé que iba a ser un sitio tan ideal. Estoy rodeado de árboles y aquí es donde, cuando llega el verano, me encierro a escribir.”

Nos habla, también, de la buena relación que mantiene con sus vecinos de Cañizar y con la alcaldesa. Nos cuenta la emoción que experimentó al escuchar, por primera vez, el canto del cuco en este paraje. Le preguntamos qué le sugiere la visión de nuestro Cerro desde su mirador y nos contesta: - “Sugiere eso que se ha dicho por ahí, que es algo como bíblico. Recuerda un grabado antiguo”.

El paisaje que vemos desde El Tejar de la Mata es profundo y sugerente; lleno de matices, colores y formas. En primer plano, el valle del río Badiel donde se levanta el cerro de Hita. Más allá, la campiña del Henares vigilada por los cerros de La Muela y El Colmillo. Al fondo, la sierra y el pico Ocejón acariciando el cielo con su cresta de pizarra. En el estío, los tres montes que dominan la campiña dorada recuerdan a las viejas pirámides del desierto. Las laderas pardas del páramo, cubiertas de olivares, se confunden con las lejanas y humildes tierras de Palestina. Un paisaje para soñar despierto, bañado por la cálida luz del atardecer.

Al finalizar la entrevista, Manu nos invita a visitar la plaza de Cañizar. Allí, se está celebrando un campeonato de mus que lleva su nombre. Encontramos una veintena de participantes, entre lugareños y periodistas amigos suyos. Juegan animadamente, a pesar del calor sofocante, sentados en un corro de mesas a la sombra de unos olmos. Echamos un vistazo y nos despedimos.

Años después, Leguineche, lector incansable, descubrió en La Troje un artículo que Gerardo había dedicado a la vida campesina; un valioso diccionario de palabras olvidadas, de utensilios, de construcciones, de faenas agrícolas, de fiestas y tradiciones. El periodista vasco pidió permiso para incluir un extracto en un libro suyo; un diario que empezó a escribir a su llegada al Tejar de la Mata y que se convirtió en La felicidad de la tierra (1999). En esta obra, recoge sus impresiones sobre el paisaje y el paisanaje de La Alcarria. Desgrana sus conversaciones con los hombres del campo. La taberna es el escenario donde se toman unos chatos de vino, donde se habla de lo humano y lo divino, donde se juega al mus… Se cuelan, también, los alegres recuerdos de sus escapadas gastronómicas y festivas, con los amigos, por los pueblos de la comarca. Manu nos muestra un mundo donde, todavía, se puede disfrutar de la hospitalidad de sus gentes, de la naturaleza y del silencio.

sábado, 13 de enero de 2018

Un caserón en ruinas y un palomar


Camilo José Cela no pasó por aquí cuando escribió su Viaje a la Alcarria, seguramente, porque no le dio la gana. Sin embargo, si incluyó en su libro un comentario sobre la fama que tenían los asnos de este pueblo. El refrán, muy conocido en otros tiempos, dice así: “Mujer de Fraguas y burro de Hita, ¡quita!...¡quita!” ¿Sería la fama merecida o injusta? Cuarenta años después, Cela decidió hacernos una visita. Acababa de escribir su Nuevo viaje a la Alcarria, tras recorrer la comarca durante el verano de 1985, montado en un Rolls Royce y con una choferesa negra. ¡Cosas de don Camilo! Sus excentricidades siempre estaban muy bien calculadas.

Confirma la visita al pueblo, Francisco García Marquina, poeta y biógrafo de Cela, en La vuelta de don Camilo, un artículo publicado en El País. El escritor gallego buscaba aposento en la Alcarria. Como tenía en gran estima al Arcipreste de Hita, poeta medieval al que atribuía la virtud del inconformismo, pasó a echar un vistazo a su antigua casa. Vio un patio invadido por la maleza; unos muros llenos de oscuras y vacías oquedades; un tejado deforme que mostraba sus huesos de madera. Se marchó decepcionado al contemplar aquel caserón abandonado, dejado de la mano de los hombres.

Cela siguió con su búsqueda y acabó alquilando un chalé en El Clavín, una urbanización al lado de la ciudad de Guadalajara. Al poco tiempo de estrenar domicilio, en 1989, recibió el Premio Nobel de Literatura. Estaba, por entonces, escribiendo una serie de artículos bajo el título: Desde el palomar de Hita. En su paseo por la villa del Arcipreste, había visto unas criaturas nerviosas que levantaban el vuelo desde el campanario hasta la empinada ladera del Cerro. Aquel monte era un palomar, un santuario para las aves mensajeras de la paz y de la guerra. Desde su cima, al igual que las palomas, observó en soledad al ser humano, caminando en un mundo lleno de ambiciones y frustraciones, protagonista de una tragicomedia en sesión continua.

Fuera del mundo literario, la torre de la iglesia de San Juan es el verdadero palomar de Hita. Un palomar de recios sillares de piedra caliza. Por aquellos años, había tantas palomas que la escalera de la torre se había transformado en una rampa. Kilos y kilos de excrementos cubrían los escalones. Durante la procesión de la Virgen de la Cuesta, los chavales aprovechaban para colarse en la torre, acompañando al monaguillo. Subían hasta el campanario esquivando los nidos de los pichones, plantados por todas partes. Siempre, algún pájaro acababa pisoteado. Arriba, mientras el monaguillo tocaba el badajo de la campana de bronce, los chavales se fumaban tranquilamente un cigarro a escondidas de sus padres. Antes de que sonara la campana, las palomas habían huido asustadas por las explosiones de los cohetes que lanzaba el alguacil, caminando siempre a la cabeza de la procesión.

martes, 24 de octubre de 2017

El "bodego" del Alemán


Desconozco las circunstancias que condujeron a Volkhart Müller, a principios de los años ochenta, desde Madrid hasta Hita. Lo cierto es que adquirió un bodego y, para sorpresa de todos, lo transformó en su alojamiento de fin de semana.

En aquellos años, a los nativos nos parecía una excentricidad habitar en una casa-cueva. Era cosa del pasado, de tiempos de miseria. Hoy, sin embargo, los bodegos, de origen medieval, se han convertido en un atractivo turístico. La caverna fue el primer abrigo del homo sapiens; el recuerdo del cálido útero materno; un espacio protector en las entrañas del légamo, la tierra arcillosa del cerro. Antes que Volkhart, al que todos conocíamos como el Alemán, vivieron en estas cuevas los milicianos durante la Guerra Civil española. Las utilizaron como refugio frente a los obuses y los fríos invernales. Después, en la posguerra, fueron ocupadas de nuevo por las familias cuyas casas habían sido destruidas.

En el pueblo, pocos sabían que Volkhart era periodista, además de fotógrafo. Trabajaba como corresponsal para el semanario Der Spiegel. Vivió de cerca los últimos años de la dictadura, la transición y los primeros años de la democracia en nuestro País. Su colección de imágenes de este periodo, más de 30.000 negativos, fue donada a la agencia EFE. Recuerdo su figura esbelta, su mirada curiosa, su sencillez. Siempre con la cámara al hombro, paseando por las calles y fotografiando a los parroquianos, la vida cotidiana, las fiestas…Tenía la costumbre de regalar copias a los protagonistas de sus instantáneas. Al tío Vicente le retrató delante de una corraliza, cuando regresaba de comprar unas barras de pan.

Desde entonces hasta hoy, el pueblo ha sufrido una metamorfosis, un cambio profundo. Donde había caminos polvorientos, ahora encontramos calles perfectamente pavimentadas. Donde se escuchaban las voces de los niños, ahora reina el silencio de los ancianos.

Manu Leguineche se entristeció al descubrir, ya tarde, que Volkhard había sido, prácticamente, su vecino. Pocos kilómetros separan la antigua casa del periodista vasco del bodego donde vivió el Alemán. Manu le definió como un gran admirador de la cultura española. “Uno de los tipos que yo quería de verdad”. Esas fueron sus palabras. Volkhard Müller falleció en la antigua República Federal de Alemania en 1987. Se cumplió su último deseo de ser enterrado en España. Sus cenizas descansan en el cementerio de Hita.